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domingo, 3 de marzo de 2013

0°00'00" latitud el mar.

Estábamos más unidos que antes. Lo sentí al saber de sus logros.
Estábamos muy juntos, a pesar de lo que nuestras coordenadas señalaran: ella a 46° 37′ 0″ N, 7° 3′ 0″ E; y yo 20° 35′ 15″ N, 100° 23′ 34″ W. Evidentemente no es la misma. Podemos traducirlo en dos cuerpos formados por piel y hueso, ocupando un lugar sobre el globo terráqueo separados físicamente por una distancia lineal de 9,608km. En resumen: su fémina figura lejos de mí.

Nunca experimenté tanta lejanía. Tampoco supe si fui yo el que decidió partir quedándome en el mismo sitio, mientras ella se quedaba quieta observando desde un avión cómo su vida empezaba a cambiar.

Después de esto ya no pude seguir escribiendo con la fluidez de antes. El aire pasaba levantando la arena del desierto de mi cabeza. El terreno era yermo, alejado, con un horizonte plano hacia cualquier punto; donde estaba yo parado estaba la conciencia de poder saber de ella por medios electrónicos. Tener que conformarme con eso y ser feliz porque ella lo era. No encontré mejor forma de crearme un remanso.

Sé que estamos juntos porque por las noches ella apoya su cabeza sobre mi pecho y me rodea con su brazo derecho sobre el abdomen. No me muevo para no disturbarla, arruinar el momento sería terrible, como terrible es descubrir, a veces, que solo estaba soñando. También tengo la certeza de su proximidad cada vez que las letras atraviesan medio planeta para llegar a mis ojos, fotografías de nieve, de montaña, de su silueta abrigada dejando huella detrás, los libros, los estudios, la escuela. Estoy en ese sitio sin pisarlo. Es como volverse un fantasma que sigue vivo en casa. Ella también lo es, pero aquí donde estoy.

En esta ubicación geográfica pasan cosas nuevas: el trabajo en la oficina, el papeleo, las facturas, el ordenador frente a mí, los ayudantes que acomodan la mercancía, los vendedores en sus escritorios a la entrada del negocio, el gerente en su espacio privado revisando las cuentas del mes pasado. El más antiguo de los vendedores, un hombre de complexión ancha —que resultó ser más joven que yo pero con dos hijas por mantener— irrumpe con frecuencia en mi espacio laboral soltando gritos y carcajadas. Nos entretiene con sus aventuras, sus canciones ridículas, su altanería disimulada, solo opacada por su constante necesidad por llamar la atención de los demás compañeros de trabajo.

Mientras tanto sigo pensando en ella, lanzo mi cordel de pensamientos tan lejos como sea posible, lo tenso, hago un amarre firme y empiezo a acomodar aquellas letras transparentes que tuve que reconstruir alguna vez. Consigo equilibrarlas sobre la leve línea que va hacia ella, otras las cuelgo con un ganchito, las deslizo suavemente y después, con un pequeño jalón con el dedo índice, como tocando una cuerda de guitarra, hago que se vayan y viajen muchos kilómetros. Allá, del otro lado del cordel, los recibirá alguien con emoción; responderá repitiendo los patrones, equilibrando letras, colgándolas, vibrando la cuerda. Nos volvemos nota musical, ella sigue siendo la musa, nos vibramos a distancia, pero juntos.

De pronto el yermo desierto se topó con una frontera justo donde empieza el mar. Es ahí donde siempre estamos y de donde nunca nos iremos.

2 comentarios:

  1. "No me muevo para no disturbarla, arruinar el momento sería terrible" Me regresaste en el tiempo, lo que me persiguió por varias noches lo describiste en un enunciado.

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  2. No sé si eso sea bueno o malo, pero gracias por comentar. Ojalá supiera quién eres.

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